Me acosté a las 3 de la
mañana y a las 7 ya estaba en pie. Era Miércoles Santo, y al ir por el pasillo
hacia la cocina olía muchísimo a incienso, lo que yo llamaba de pequeña “humo
iglesia”. Entre la resaca procesional que yo tenía y los nervios por el viaje, pensé “hostia, cuando huele así es que
alguien se va a morir…bah, estoy muy influenciada por la Semana Santa”. No
olvido ni un detalle, los tengo grabados en mi corazón. Me desperté ilusionada,
ya había tachado todos los días en mi calendario de cuenta atrás, ¡Ya era día
12! La interminable y cabrona cuenta atrás se había acabado, me iba a Madrid.
Mi tren salía en unas horas, y estaba ultimando algunas cosas. A las 7:30
escuché las zapatillas de mi padre arrastrarse por el pasillo, como vio luz
encendida en mi habitación, vino y con su voz medio dormida aún me dijo:
-¿Tienes que en (trar al aseo)…?”
-No (no le deje terminar la frase) y me voy en media hora.
¿Por qué tengo que recordar
eso? ¿Por qué ninguna entidad divina me dijo que después de esa media hora no
volvería a ver a mi padre nunca más? Yo seguí tranquilamente. Mi madre me había
encogido una chaqueta y fui a su dormitorio a recriminar que me había dejado
sin chaqueta, con lo traicionero que es el tiempo en Madrid. Entonces mi madre
me dijo:
-Anda, dame un beso, no te vayas a Madrid estando enfadadas, que luego
pasa lo que pasa…
Aunque ella diga que no, yo
siempre he creído que inconscientemente, mi madre tiene un don para presentir
la muerte. Le ha pasado en muchas ocasiones y creo que en esta también, aunque
se haya acorazado para pensar que no…
Le di un beso y un abrazo,
perdoné su desliz, y volvió mi padre,
ya vestido a la habitación. Yo me quedé mirándolo, en el idioma de Marinaland,
cuando me voy de viaje (aunque sea de trabajo, como era este) siempre cae algún
aguinaldo para gastar y para pegarme un capricho, porque aunque soy ahorradora,
ellos sabían que también soy caprichosa como nadie.
El papá se acercó al
perchero, hizo sonar el último “clinc,
clinc, clinc” de su cinturón de cuero
y abrió su cartera (que horas más tarde, mi madre abrió para comprar un
ramo de flores con una frase que rezaba: “Tu
esposa e hijas te quieren”) y sacó 20 euros (que todavía guardo) y me dijo:
“ala, pásalo bien” y recuerdo su beso
fuerte, apasionado, de padre-protector que se preocupa por su hija y que la
quiere. Ese beso que dejaba restos de babas y dolor en los carrillos, con sus alfilerazos
de barba de dos días.
Como toda mi vida, hemos
estado haciendo miles de kilómetros por
lo lejos que nos queda Plasencia, mi abuela materna, que se quedaba en Alicante, siempre expectante de una
llamada que le dijera que hemos tenido un accidente, nos acostumbró a
despedirnos en los viajes como si esa fuera la última vez que íbamos a ver a
nuestro ser querido. Yo siempre que me despedía de alguien que tenía que
viajar, me despedía de esa manera, marcando siempre esos últimos momentos como
si fueran los últimos. Lo hacía instintivamente, sabiendo que una vez podía
pasar, también porque siempre he estado muy apegada a mi familia y me tenía que
despedir de ellos sacando jugo a todos los segundos juntos, porque luego los
echaba mucho de menos.
El asunto es que me despedí
de él, le abracé fuerte y luego volví a abrazarle y a darle otro beso y a darle
las gracias por el dinero. Porque cumplí y me despedí como si fuera la última
vez, me despedí porque iba a estar días sin verlo, muchas veces pienso que si
hubiera sido un día corriente, no le hubiera ni dicho adiós…
Cogí mi maleta y abrí la
puerta y dije “Hasta luego!” porque
nunca digo adiós, no creo en el adiós cuando te despides de la gente que
quieres. Odio el adiós. Por eso no lo dije, por eso no lo digo y por eso no lo
diré jamás.
En la estación, tomando un café escribí esto en el cuaderno donde
escribo mis secretos más inconfesables. Leído unos meses después, parece que el
puto destino quiera hacerme la puñeta:
Después subí al tren, llegué
a Madrid, ganduleé y me hice selfies, los selfies más terribles de mi vida, los
selfies que me hacía con una felicidad absoluta por estar en Madrid cumpliendo
mi sueño y, a 400 kilómetros de mí, mi padre sin pulso y herido de muerte,
tirado en el suelo del despacho…nunca me volví a hacer selfies así, ni tampoco
soy la misma. Me instalo en el hotel y voy
a la habitación, me extraña algo. He llegado hace un buen rato, he mandado
fotos y nadie me ha contestado al WhatsApp, ¿Qué demonios pasa?
Más tarde, la Peque me contó
que con cada mensaje que recibía mío, sentía una puñalada:
-Cada vez que leía un “Yujuuuuuuuuu, Madrid!”, sentía
una puñalada. Y no podía dejar de pensar en ti,
en tu vulnerabilidad al volverte sola y en tus 26 años.
No he terminado de deshacer
la maleta y recibo el maldito mensaje de mi cuñado: “Tienes que venirte. Tu padre está malito ingresado”. Leí eso y se
activó en mí el modo película: “esto no
es real, esto no es real…” y empecé a verlo todo por encima de mí, yo sabía
que no era cierto que estaba malito, porque en mi familia, si me dicen que vayas,
es porque pasa algo grave, yo sabía que si me habían requerido, era por algo
vital, así que asumí la muerte de mi padre. Sí, asumí su muerte. La asumí desde
el minuto, porque recibí la noticia con frialdad, como si me hubieran clavado
una catana rociada en cloroformo. Se había hecho una herida enorme en mi alma,
pero era incapaz de despedazarme, veía la sangre salir de mí y no era capaz de
tapar la hemorragia. No dolía, aunque ahogaba. Salí del hotel y fui corriendo a
Atocha. Petrificada y con la boca seca. Sintiendo que estaba viendo una
película o como estar en una pesadilla, con cortinas negras y saltos de vacío y
fantasía no me hacían caer.
La vuelta en tren fue larga,
lo reconozco. No fui capaz de soltar ni una lágrima, pese a que al tren todo el
mundo iba contento, con sonrisas y sombrillas “Vamos para Alicante!! La playa nos espera” yo no podía llorar ni
sentir nada, solo quería matar a todo el mundo ¿Por qué ellos sí y yo no? ¿Por
qué no sentía dolor por esto? Tampoco estaba en shock. En el tren de vuelta, me
dediqué a mandar whatsapp a mis amigos y conocidos informando de la noticia. Me
atosigaban mucho pero yo contestaba todas las llamadas, todos los mensajes,
todas las condolencias...mi boca estaba seca y sentía la catana atravesando
cada una de mis células. Me atreví incluso a hablar con el compañero de asiento
de al lado, un chico que recuerdo que dijo que olía muy mal el tren, pero yo no
me acuerdo de nada. Solo que a veces me venían cosas a la cabeza, las primeras
y las más intensas fueron “Navidad y
Plasencia” y luego, de vez en cuando, pensaba en la irreversibilidad del
asunto, que jamás volvería a verte, a besarte, a hablarte. Pero no pensaba en
la charla de anoche, en lo retorcido de morirte estando aquí, en qué te había
pasado, en como estabas, que iban a hacer contigo. No pasó nada de lo que
siempre había pensado al imaginar la muerte de mis padres. Todo se diluía y
conforme llegué a Alicante, totalmente fuera de mí, me quedé dormida en mi
propia película y no recuerdo nada, algún flash, recuerdo romperme algunas
veces, pero mi “amnesia selectiva” según mi psicóloga, me impide recordar que
pasó, que ocurrió, que vi y que no vi, a quién vi, quien lloró y quien me besó.
La Verdad que agradezco no recordar nada. Ya mi siguiente recuerdo, mi gran
dolor vino cuando llegamos a casa después del entierro. Nuestra familia se quedó
en la calle y nosotras cuatro subimos, abrimos el salón y las cuatro, vivimos
el momento más horrible de mi vida, nos abrazamos a su cojín, impregnado de su
olor, de ese cóctel a tabaco, chicle de menta y perfume dulce y lloramos, “¿Qué va a ser de nosotras?”, no recuerdo
ninguna imagen peor que esa, no recuerdo nada más amargo que eso, ni siquiera
la noticia de su muerte me dolió tanto como eso. La anestesia se había pasado,
ahora vendrían las lágrimas, palo tras palo, mazazo tras mazazo, día tras día
luchando sin el papá, que había recogido sus alas y dejó de cobijarnos a todas.
De los días siguientes recuerdo
a Laura contando una y otra vez la misma historia “Le oí roncar y me volví y se
cayó…” y toda la historia de detrás, en la que no estuve (afortunadamente) pero
que sé de memoria, tampoco olvido el sentimiento de culpa por estar en Madrid
felizmente haciéndome fotos y ellos aquí, mi padre yéndose y yo más feliz que
nunca. No olvido cuando volvimos a la oficina, el silencio, los motores del
ordenador que a Laura y a mí nos recordaban a su corazón, no olvido cuando venía
la gente a preguntar, a dar el pésame, el maldito “poco a poco”, el leer su
partida de defunción, que mi madre diga que es viuda, que se refieran a mi padre
como el fallecido, que su ausencia sea tan intensa como lo era cuando estaba,
la desesperación de las primeras semanas, en las que afirmé que quería morirme
para irme con él pero que no quería suicidarme y hacer más daño a mi familia,
el ir por la calle y odiar a la gente feliz, odiaba a todo el que tenía padre,
quería desaparecer, matar a Dios, gritar. Pero lo cierto es que solo podía
llorar y sentirme huérfana de padre y de amor…
Mi padre se merecía el duelo
que he tenido, mi padre se merece todas las lágrimas, todas y cada una de
ellas, porque como me dijo mi psicóloga “El
amor es más fuerte que la muerte”. Y mi padre merece que no me lamente por
cosas que no son ciertas, porque a mí no se me quedó ningún te quiero por decir,
ni ningún beso por dar, ni ningún minuto sin haber disfrutado de él, lo
aproveché al máximo. Lo que lamento es que esos minutos no se hubieran
prolongado al menos, unos 10 años más…